28 HISTORIAS DE
UN HOSTAL. MESSINA. SA
29 de Diciembre
de 2014
Se nos complicaba
la acampada en Messina, al norte de Sudáfrica, frontera con Zimbabwe. No había
camping, el más cercano estaba a unos 50 km. Plan “B”: ir preguntando por los
hostales de la ciudad, que había muchos, si nos dejaban dormir en el parking,
dentro de la furgoneta. Al final dimos con el “Backpackers Lodge”. Nos recibió
Johannes, grande, rubio, pecoso, descalzo y sin camiseta: puro boer.
-¿Por qué os
empeñáis en acampar?
-Porque tenemos
la furgoneta con cama dentro.
-Pero yo tengo
habitaciones.
-Sí, pero
nosotros viajamos en plan económico.
-¿Cuánto pagáis
en los compings?
-En torno a los
150 Rands.
-¡Mis
habitaciones cuestan 200 Rands, no sigáis buscando!
-¡Trato hecho!
Nos enseñó el
chalet con todas sus dependencias, la cocina, el jardín, la piscina y, por
supuesto, la barbacoa. Apareció su mujer que era búlgara. Hablamos de las
dificultades que está teniendo Europa en estos tiempos y también de las de
Sudáfrica. Él nos contó que dejó el trabajo, no especificó cuál, con derecho a un
préstamo. Lo empleó en adquirir el chalet y montar el alojamiento. Parece que
le va bien porque tiene pensado abrir otro similar en la costa. A todo esto,
unos veinte gatos y perros deambulaban por el jardín, algunos se nos enredaban
entre las piernas.
-Espero que os
gusten los animales. Todos estos son de mi mujer.
Daba la sensación
de que estaba hasta la coronilla de tanta fauna por la casa.
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Esta es parte de la fauna que pululaba por el hostal. |
Como al cabo de
una hora llegó un coche grande, matrícula de Zimbabwe, con toda la familia de
color dentro. Eran seis, los padres y cuatro hijos todos varones. El mayor
tendría unos 16 años el menor unos 6. Los pequeños llegaron al salón donde
estaba yo viendo futbol; agarraron el mando a distancia y pusieron dibujos
animados. Me quedé mirando a ratos la pantalla y a ratos a ellos. Me percaté de
que el menor se metía el dedo en la nariz de cuando en cuando, totalmente
concentrado en lo que pasaba en la televisión. Al poco rato vi que tras
hurgarse la nariz se metía el dedo en la boca, es decir: se comía los mocos.
A todo esto la
madre, gordita, de unos 45 años, se afanaba en la cocina comunitaria del hostal
preparando la cena que consistía en ugali, pasta de harina con agua calentada,
y trocitos de carne en salsa de tomate. Se pusieron en la mesa del salón a
comer con las manos. Es la tradición. Poco después, todos a la cama. Eran las 9
de la noche.
Por la mañana,
cuando Ale y yo desayunábamos en la mesa de la cocina, apareció una morena
desnuda solamente tapada con una toalla. Nos saludó con un “good morning” al
que nosotros respondimos de igual manera. Dio unos pasitos como si su deambular
tuviera algún destino concreto, pero no era así: se paró al otro lado de la
habitación a estudiarnos. Cada vez que nosotros la mirábamos ella giraba la
cabeza y disimulaba. Estuvo allí unos minutos, después se pasó a la estancia
contigua. Cuando me levanté la vi allí. Seguía tapadita con la toalla, descalza,
detrás de la lavadora sin hacer nada. ¿Quién será esta mujer? Nos
preguntábamos. ¿Será una prostituta, trabajará aquí, será una clienta, será una
loca, será que pasearse medio desnuda por las dependencias de un hostal es algo
normal en este país? Misterio.
Cuando acabamos
de lavar las tazas del desayuno la buscamos con la mirada pero ya no estaba
allí. La echábamos de menos.
Nos gustó tanto
el ambiente que decidimos quedarnos un día más.
Basten estas
pinceladas para describir de forma somera la vida de estos establecimientos,
los “backpackers”, especialmente concebidos para los viajeros de macuto. Esto
sucedía en Messina, ciudad fronteriza en cuyas calles se leen carteles de la
policía diciendo: “HIGH CRIME ZONE. DO NOT STOP” texto acompañado por una imagen de una pistola. Confirmado: las ciudades fronterizas son una
peste.